Esta historia la escribí en Octubre del año pasado.
Al principio para un concurso de cuento, después se convirtió en mi manera de expresar la verdad de mi primer semestre como ingeniera.
"De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas"
En
veces, el ruido era tal en Saltillo que llegaba a los oídos de Monterrey. No se
trataba de una ciudad magna, sin embargo él se sentía minúsculo. A pesar de los
años que cargaba en los lomos, siempre fue un hombre enano. Sus morenas manos
se apretujaban una a la otra mientras esperaba la llegada del camión. Aquella
tarde de Octubre, yo también quería tomar un viaje de ida a dónde sea, para no
volver. Mas, no sabía a dónde iría él ni por qué. Así como tampoco tenía idea
de que un corazón pudiese palpitar tan fuerte bajo el cuello, bajo la piel.
Desconocía cuál iba a ser mi propio
paradero. El hombre se revolvía constantemente los pelos de la cabeza, mientras
pasaban los minutos, mudos y ensordecidos por el trasfondo. Quizás estaba sólo,
o esperaba a alguien. Quizás estaba nervioso por encontrar lo que tanto
buscaba. Junto a él, en la banca, yacía un morral de estambre atado a su
cuerpo. Cargaba en él unos cinco o seis libros. Aunque no los leyera, aunque ni
siquiera los abriera, pero quería sentirlos cerca. Sobre las novelas,
descansaba un sobre.
Entonces giró su cara, por un
momento, hacia un lado. Por inercia introvertida, viré mi cabeza hacia el
frente, para evitar cruzarme con los ojos de él. De inmediato, volvió su mirada
al vacío tras las ventanas, deseando que el maldito autobús apareciera a la
par. Tenía hambre; él tenía calor. Había trabajado todo el día, o tal vez, toda
la noche. Pues, cuando pude ver sus ojos, los notaba cansados con humo por
debajo. Esta noche, tenía la mirada triste, melancólica, nostálgica.
Tal vez nunca iría a ningún lado, y
me quedaría aquí, observando callada, escuchando palabras que nunca se dijeron
e historias sin contar. Porque los números se cuentan, y callamos nuestras
letras. Tan cerca de ir a los mismos lugares, de visitar los mismos recuerdos,
de conocer a las mismas personas, pero casi es nada. Nadie recuerda lo que no
fue. Solos entre la multitud, abandonados por el viento, abanderados de la pena
de no bailar, de no correr, de no reír…
Por fin llegó su camión, aquél que
lo hizo levantarse de su asiento, a galope de sangre, misma que le palpitaba al
ritmo del tambor. Mis ojos se movieron junto con él y subieron con emoción a
ese autobús, bendito autobús que se dignó a venir por él. También quería irme,
empero aún dormía y mis fuerzas junto conmigo. Sostenía el boleto con ambas
manos. En tanto, se llenaba el camión que compartía el mismo número que el
entintado en mi pasaje.
Me negué a despertar hasta que me
encontré con aquél sobre, ese mismo que descuidadamente posó sobre el morral
del hombre. Ajeno a mí, lo tuve por unos segundos conmigo. De golpe, puse mis
pies en marcha; debía alcanzarlo. Sabía que mi propósito era devolvérselo. Todo
lo demás no importaba. Con torpeza, me tropecé al subir los escalones del
camión, mismo que mantuvo sus luces apagadas.
Imposible divisarlo. La noche era
espesa y los monstruos en mi cabeza, amenazaban con propinarme pesadillas; el
sueño me caía encima. Me senté en donde pude, en donde había espacio, en donde
quizás nadie habría de mirarme con filo ni desconfianza. En marcha puso sus
motores el conductor, para no apagarlos hasta llegar a nuestro destino.
Avanzados algunos cuantos kilómetros de tráfico, las luces comenzaron a
disiparse. Escapamos del ruido saltillense de manera que, nos adentramos a la
sierra serena, en cuyas laderas azules se reflejaba la luna.
Desconozco el momento en que la
realidad se alternó con el sueño. Desconozco también la razón, no de mi miedo,
si no de mi cobardía. Aquella que te delata cuando cambias de hoja sin leer
todo el capítulo. Aquella que te detiene cuando arde la adrenalina bajo tu
pecho: cuando sabes que es el momento, que es la oportunidad. Esa que te muerde
la lengua para enmudecer lo que callas. Y que cada vez que fallas, te golpea
con una piedra más fuerte.
Tenía miedo de no tener las agallas
de entregar esa carta. La falta de movimiento del camión me hizo despertar. Aún
no amanecía, no obstante, la luz era cegadora; más intensa que la de Saltillo.
Esto era Monterrey, otra tierra. Un gran número de pasajeros descendía con sus
cosas. Debía encontrarlo.
El corazón se me agitaba a cada paso
que daba. Buscando de un lado para otro sin localizar a ese señor de canas
blancas y manos morenas. La multitud se dispersó como moléculas bajo presión.
Después de unos minutos, estaba sola, en una ciudad a la que no pertenezco.
Sentía como si hubiese comenzado un gran sueño, sin terminar, sin despertar.
Porque siempre creí estar sola.
Erré.
—Disculpe,
oiga— una voz resonó entre la oscuridad. —¿Sabe a qué hora sale el siguiente
autobús a Saltillo?
—Acabamos
de llegar, señor. El siguiente no saldrá hasta mañana.
El conductor sentenció. Cerró el
camión y tomó su sudadera. Se dirigió a la estación regiomontana. El señor de
canas blancas se barrió la cabeza con su mano, morena y férrea, mientras con la
otra sostenía un morral que albergaba unos cinco o seis libros. El frío me hizo
titiritar. Su cuello latía en compás de desesperación.
—Qué
busca.
Giró y con sus ojos de humo, me
dirigió una mirada apagada.
—¿Eh?
—¿Qué
busca?
—Dejé
algo en Saltillo— respondió sin mucho ánimo. —Pero no, no importa.
—Sí.
Importa— me atreví a hablar. —Yo sé que importa. No dejé que lo olvidara.
Extendí el sobre. En silencio, lo
contempló un momento.
—Aquí
está.
Lo alcanzó.
—¿Lo
has leído? — su pregunta me sorprendió.
—No.
—Yo
tampoco— afirmó. —Por eso tenía tanto miedo de perderlo.
Yo también. Mas, no dije más.
—Gracias.
Se fue, encontrándose con las luces
de la Sultana del Norte. Llegaría por fin a dónde quería. Completo. Pleno. Se encontraría por
fin con lo que buscaba. Eso que tanto anhelaba y que a la vez temía perder.
Ahora ya no tendría miedo, porque sabe a dónde va. Su mirada de regocijo me lo
confesó. La valentía se hizo latente en mí, porque aunque mis manos estuvieran
vacías, y mi estómago también, mi alma esta plena y completa.
Siempre ha sido así. Todos cargamos
con un morral de cinco o seis libros, pero me di cuenta que de Saltillo a
Monterrey hay sólo unas horas. Tenía que contarlo, no con números, sino con
letras, porque abstracta como ellas, como tú, como él, como ustedes, yo soy.
Peñúñuri, B. (2014) "De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas". Obtenido de: gataliterata.blogspot.mx
Peñúñuri, B. (2014) "De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas". Obtenido de: gataliterata.blogspot.mx
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