domingo, 1 de febrero de 2015

De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas

Esta historia la escribí en Octubre del año pasado.
Al principio para un concurso de cuento, después se convirtió en mi manera de expresar la verdad de mi primer semestre como ingeniera.


"De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas"

En veces, el ruido era tal en Saltillo que llegaba a los oídos de Monterrey. No se trataba de una ciudad magna, sin embargo él se sentía minúsculo. A pesar de los años que cargaba en los lomos, siempre fue un hombre enano. Sus morenas manos se apretujaban una a la otra mientras esperaba la llegada del camión. Aquella tarde de Octubre, yo también quería tomar un viaje de ida a dónde sea, para no volver. Mas, no sabía a dónde iría él ni por qué. Así como tampoco tenía idea de que un corazón pudiese palpitar tan fuerte bajo el cuello, bajo la piel.
            Desconocía cuál iba a ser mi propio paradero. El hombre se revolvía constantemente los pelos de la cabeza, mientras pasaban los minutos, mudos y ensordecidos por el trasfondo. Quizás estaba sólo, o esperaba a alguien. Quizás estaba nervioso por encontrar lo que tanto buscaba. Junto a él, en la banca, yacía un morral de estambre atado a su cuerpo. Cargaba en él unos cinco o seis libros. Aunque no los leyera, aunque ni siquiera los abriera, pero quería sentirlos cerca. Sobre las novelas, descansaba un sobre.
            Entonces giró su cara, por un momento, hacia un lado. Por inercia introvertida, viré mi cabeza hacia el frente, para evitar cruzarme con los ojos de él. De inmediato, volvió su mirada al vacío tras las ventanas, deseando que el maldito autobús apareciera a la par. Tenía hambre; él tenía calor. Había trabajado todo el día, o tal vez, toda la noche. Pues, cuando pude ver sus ojos, los notaba cansados con humo por debajo. Esta noche, tenía la mirada triste, melancólica, nostálgica.
            Tal vez nunca iría a ningún lado, y me quedaría aquí, observando callada, escuchando palabras que nunca se dijeron e historias sin contar. Porque los números se cuentan, y callamos nuestras letras. Tan cerca de ir a los mismos lugares, de visitar los mismos recuerdos, de conocer a las mismas personas, pero casi es nada. Nadie recuerda lo que no fue. Solos entre la multitud, abandonados por el viento, abanderados de la pena de no bailar, de no correr, de no reír…
            Por fin llegó su camión, aquél que lo hizo levantarse de su asiento, a galope de sangre, misma que le palpitaba al ritmo del tambor. Mis ojos se movieron junto con él y subieron con emoción a ese autobús, bendito autobús que se dignó a venir por él. También quería irme, empero aún dormía y mis fuerzas junto conmigo. Sostenía el boleto con ambas manos. En tanto, se llenaba el camión que compartía el mismo número que el entintado en mi pasaje.
            Me negué a despertar hasta que me encontré con aquél sobre, ese mismo que descuidadamente posó sobre el morral del hombre. Ajeno a mí, lo tuve por unos segundos conmigo. De golpe, puse mis pies en marcha; debía alcanzarlo. Sabía que mi propósito era devolvérselo. Todo lo demás no importaba. Con torpeza, me tropecé al subir los escalones del camión, mismo que mantuvo sus luces apagadas.
            Imposible divisarlo. La noche era espesa y los monstruos en mi cabeza, amenazaban con propinarme pesadillas; el sueño me caía encima. Me senté en donde pude, en donde había espacio, en donde quizás nadie habría de mirarme con filo ni desconfianza. En marcha puso sus motores el conductor, para no apagarlos hasta llegar a nuestro destino. Avanzados algunos cuantos kilómetros de tráfico, las luces comenzaron a disiparse. Escapamos del ruido saltillense de manera que, nos adentramos a la sierra serena, en cuyas laderas azules se reflejaba la luna.
            Desconozco el momento en que la realidad se alternó con el sueño. Desconozco también la razón, no de mi miedo, si no de mi cobardía. Aquella que te delata cuando cambias de hoja sin leer todo el capítulo. Aquella que te detiene cuando arde la adrenalina bajo tu pecho: cuando sabes que es el momento, que es la oportunidad. Esa que te muerde la lengua para enmudecer lo que callas. Y que cada vez que fallas, te golpea con una piedra más fuerte.
            Tenía miedo de no tener las agallas de entregar esa carta. La falta de movimiento del camión me hizo despertar. Aún no amanecía, no obstante, la luz era cegadora; más intensa que la de Saltillo. Esto era Monterrey, otra tierra. Un gran número de pasajeros descendía con sus cosas. Debía encontrarlo.
            El corazón se me agitaba a cada paso que daba. Buscando de un lado para otro sin localizar a ese señor de canas blancas y manos morenas. La multitud se dispersó como moléculas bajo presión. Después de unos minutos, estaba sola, en una ciudad a la que no pertenezco. Sentía como si hubiese comenzado un gran sueño, sin terminar, sin despertar. Porque siempre creí estar sola.
            Erré.
—Disculpe, oiga— una voz resonó entre la oscuridad. —¿Sabe a qué hora sale el siguiente autobús a Saltillo?
—Acabamos de llegar, señor. El siguiente no saldrá hasta mañana.
            El conductor sentenció. Cerró el camión y tomó su sudadera. Se dirigió a la estación regiomontana. El señor de canas blancas se barrió la cabeza con su mano, morena y férrea, mientras con la otra sostenía un morral que albergaba unos cinco o seis libros. El frío me hizo titiritar. Su cuello latía en compás de desesperación.
—Qué busca.
            Giró y con sus ojos de humo, me dirigió una mirada apagada.
—¿Eh?
—¿Qué busca?
—Dejé algo en Saltillo— respondió sin mucho ánimo. —Pero no, no importa.
—Sí. Importa— me atreví a hablar. —Yo sé que importa. No dejé que lo olvidara.
            Extendí el sobre. En silencio, lo contempló un momento.
—Aquí está.
            Lo alcanzó.
—¿Lo has leído? — su pregunta me sorprendió.
—No.
—Yo tampoco— afirmó. —Por eso tenía tanto miedo de perderlo.
            Yo también. Mas, no dije más.
—Gracias.
            Se fue, encontrándose con las luces de la Sultana del Norte. Llegaría por fin a dónde  quería. Completo. Pleno. Se encontraría por fin con lo que buscaba. Eso que tanto anhelaba y que a la vez temía perder. Ahora ya no tendría miedo, porque sabe a dónde va. Su mirada de regocijo me lo confesó. La valentía se hizo latente en mí, porque aunque mis manos estuvieran vacías, y mi estómago también, mi alma esta plena y completa.
            Siempre ha sido así. Todos cargamos con un morral de cinco o seis libros, pero me di cuenta que de Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas. Tenía que contarlo, no con números, sino con letras, porque abstracta como ellas, como tú, como él, como ustedes, yo soy.
Peñúñuri, B. (2014) "De Saltillo a Monterrey hay sólo unas horas". Obtenido de: gataliterata.blogspot.mx



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